Las siete maravillas del mundo antiguo, como su propio nombre indica son exactamente siete. Ni una más. La primera lista conocida de las maravillas la elaboró Filón de Bizancio en el siglo III. La lista aparece en un tratado titulado “De septem orbis miraculis” y el hecho de que según Filón fueran efectivamente siete, da fe del rigor y la exactitud que guió al famoso ingeniero a la hora de confeccionarla. Posteriormente Antípatro de Tesalónica elaboró una segunda lista que fue más conocida, pero que era exactamente igual a la primera. Y es que Antíprato era un vivo de caray.
El caso es que el primer lugar de la lista lo ocupaban merecidamente, las pirámides de Gizeh. Eran algo así como lo más de lo más, the number one, the top of the list, the king on the hill... Las pirámides fueron construidas hace casi cinco mil años, y ahí siguen. Son una maravilla muy buena. La mejor. De hecho se trata de la única de las siete que sigue en pie, lo cual también resulta maravilloso. Heródoto describió en detalle como se transportaron los enormes bloques de piedra mediante rodillos y sistemas de deslizamiento, desde Libia hasta el Nilo. Y cómo en su construcción se empleó a miles de obreros durante decenas de años. No dice cuánto les pagaron, eso no. Sus artífices fueron muy meticulosos. Existen inscripciones en las propias pirámides en las que los responsables de su construcción registraron incluso el gasto diario en rábanos y cebollas, lo que parece ser que constituía la dieta habitual de los operarios. No se sabe que cobraran nada más.
Pero todas las pirámides, no sólo las de Gizeh, son misteriosas. Tienen algo, “yo no sé qué”. En 2002 un equipo de científicos diseñó y construyó un robot que se dedicaba a recorrer los pasadizos de la Gran Pirámide de Gizeh, el Pyramid Rover, con el objeto de descubrir alguno de sus secretos. Pero el Pyramid no encontró nada verdaderamente interesante. Aparte, un arquitecto chino contemporáneo, Ieoh Ming Pei, construyó otra pirámide en 1989, esta en pleno patio del Louvre en París. La pirámide de Pei es de cristal y aunque no esconde ningún faraón enterrado, también tiene ese... “je ne sais quoi”.
El segundo lugar entre las maravillas lo ocupaban los Jardines Colgantes de Babilonia. Los construyó el rey Nabucodonosor. Se ignora como eran de verdad ya que de ellos no queda ni rastro, pero según el cronista aunque judío, Flavio Josefo, que los llamó los Jardines de Semíramis, tuvieron que ser extraordinarios. Un vergel en la arena. Probablemente fueran un conjunto de terrazas ajardinadas, regadas de forma artificial y que en el clima desértico de Babilonia, resultarían un espectáculo de verdor y belleza inenarrable.
El Mausoleo de Halicarnaso ocupaba el tercer puesto. Mausolo, un virrey de Persia, se hizo construir este hermoso apartamento a mediados del siglo I a.C. con el objeto de que se convirtiera en su residencia habitual una vez que hubiera fallecido. Era muy previsor. Lo más reseñable del Mausoleo que ha sido descrito por decenas de autores clásicos no era su tamaño ni su forma, ni su magnificente decoración que se encargó a los mejores escultores y arquitectos de su tiempo, sino el hecho mucho más pedestre, de que Mausolo murió antes de verlo terminado. Una vez muerto y dado que el Mausoleo no estaba acabado, su esposa y hermana que se llamaba Artemisa y lo amaba con locura, decidió beberse el cuerpo del propio Mausolo, para lo que hizo que lo disolvieran en vino. O sea que al final el Mausoleo ni siquiera sirvió para nada. Pero Artemisa, con su hermano dentro se convirtió en otra maravilla inexplicable; según algunos autores antiguos en “una especie de tumba viva, capaz de andar y respirar”.
El asunto de Artemisa nos lleva a la siguiente maravilla, la cuarta, el Artemisión de Éfeso. Se trataba de un templo gigantesco bien descrito por Plinio en sus escritos, y que no tuvo mucho futuro. Por supuesto estaba dedicado a (otra) Artemisa, antiguamente Cibeles, la diosa de la fertilidad. Todo el mundo quería destruirlo aunque no se sabe por qué. Sufrió numerosos ataques. Fue incendiado en incontables ocasiones y al fin convertido en cenizas totalmente el 356 a.C., justo el mismo día en que nació Alejandro Magno (a los cronistas antiguos le encantaban estas coincidencias).
La quinta era una de las más espectaculares. El Coloso de Rodas. Consistía en una gigantesca estatua de Helios, el dios Sol, levantada para conmemorar la victoria de los rodios sobre el rey macedonio Demetrio Poliorcetes. Concebida y construida por el escultor Chares a principios del siglo II a.C., la estatua medía más de cuarenta metros de altura y representaba al dios con sus atributos bien visibles: una antorcha en la mano derecha y un haz de flechas en la izquierda (estos no eran todos los atributos). Venía a ser algo así como la estatua de la Libertad pero en chico cachas y desnudo. Según algunos debió de ser de un gusto horroroso, e incluso altamente indecente; tipo Tom de Finlandia pero en tridimensional y a lo grande. Parece ser que los pies del coloso se apoyaban en sendas bases a la entrada de Rodas, por lo que los barcos que entraban a puerto pasaban bajo sus piernas abiertas y, lógicamente, bajo sus otros atributos que también eran notables. Pero el coloso sólo duró cincuenta años. Cayó derribado por un inesperado seísmo y sus restos se fundieron y vendieron malamente a un tratante de chatarra de la época. Un final muy triste para un gigante.
La sexta maravilla era la estatua de Zeus en Olimpia. Estaba hecha de ébano, oro, marfil y piedras preciosas. Todo griego debía verla al menos una vez en su vida. La escultura era obra del gran Fidias, de quién se decía que si esculpía un pez y lo arrojaba al mar, éste cobraba vida al instante. Ante la estatua de Zeus hasta los animales se conmovían. Se sabe del caso de un noble griego que en el año 465 a.C. peregrinó a Olimpia con toda su familia para ver la estatua, y llevó también con él a sus dos perros, Jades y Niko. Y según parece, tras contemplar la noble estatua del dios, ambos animales fallecieron súbitamente a causa de la impresión que les produjo.
Y por último, la séptima: el Faro de Alejandría. El famoso faro, construido en el siglo III a.C. por el arquitecto Sóstratos de Cnido, se consideró una de las siete maravillas de la antigüedad sobre todo por tres razones. Primera: sus cimientos eran de vidrio puro. Segunda: medía más de cien metros de altura. Tercera: su fuego, que alumbraba a los marinos en la noche a gran distancia, era eterno. Un terremoto acabó con él, así que la tercera razón era falsa. Hecho este que nos induce a pensar que tal vez también las dos primeras lo fueran. Sic transit...
Pero al fin la maravilla mayor, tanto de la antigüedad como de todos los tiempos no es una construcción, ni un jardín, ni un mausoleo, ni un hermoso edificio dedicado a un dios. La maravilla mayor es algo pequeño y simple que todos llevamos dentro. Es... la palabra. Y si no, véase este fragmento de una balada de Mário Faustino, un poeta brasileño elegido (lo juro) al azar:
“Senhor, que perdão tem o meu amigo
Por tão clara aventura, mas tão dura?
Não está mais comigo. Nem con Tigo:
Tanta violência. Mais tanta ternura.”
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