¿Qué decir de las gallinas? Nos las comemos, sí, pero ¿son tan idiotas como apuntó Lorca en cierta ocasión en un famoso cuento para niños? No. En absoluto. En aquello Federico se equivocó. Ellas se dejan comer, es cierto, pero es porque son nuestras madres. Son sabias. Son la piel del mundo. Son las alas del tiempo que no vuela, pero sobre las cuales sin saberlo cabalgamos. Son las espigas de los hombres. Son niñas y a la vez muchachas, y mujeres que tienen en su rostro el color del cielo antes de la tempestad.
En algunos pueblos eslavos es costumbre el día de Todos los Santos que los padrinos regalen a sus ahijados un pastel con forma de gallina. Una tradición llena de simbolismo. Y es que las gallinas son las que escarban en la tierra por nosotros, para que no nos humillemos, buscando el alimento del mundo que nos nutre a todos. Son, cada una de ellas, una historia maravillosa de plumas y garras hechas grano.
Gallinas... Fijémonos en ellas. Están construidas con un gesto condescendiente y único, como dibujadas por el trazo y la pincelada de un artista perfecto. Su paso revela el futuro. Sus andares, la paciencia. Su mirada es una selva amorosa y ordenada. Ellas son la belleza del sol en la mañana que habrá de cantar al otro día. Son plebeyas coronadas reinas. Son hijas y hermanas. Son plazuelas de la verdura llenas en fin, de un inconmensurable deseo, nacido tal vez del destierro y de la bondad.
Y si son todo esto ¿qué son entonces? ¿No serán acaso ellas nosotros mismos?
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