Un niño hawaiano tenía un demonio encerrado en una caja. Era un demonio de verdad; lo había encontrado en la playa. El demonio medía cinco centímetros de largo y era bastante feo: tenía cara y brazos de persona pero cuerpo de pez. Este demonio no necesitaba agua; podía vivir sin ella. El niño lo alimentaba con lechuga, pistachos y arroz.
El demonio no hacía ninguna maldad pues carecía de poderes sobrenaturales de ninguna clase. Cuando se abría la tapa de la caja se limitaba a gruñir y amenazar con el puño desde allí abajo, pero eso era todo. No iba más allá. Ni siquiera mordía. Tampoco hablaba. Al menos ninguna lengua conocida. Eso sí, si se le dirigía la palabra educadamente en francés en voz alta y clara, se asustaba mucho y se refugiaba llorando en una esquina. Nadie sabía por qué.
Por lo demás aquel demonio no sabía hacer nada especial: era inútil, pero si querías verlo el niño te lo enseñaba a cambio de un dólar.
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