Toledo, la Ciudad Imperial del águila bicéfala y negra que duerme mansamente entornada junto al Tajo. El Brisonte de los hebreos donde vivían los hombres que habían nacido con los pies vueltos hacia atrás. La ciudad roja con aromas de almendra y oliva. Toledo. ¿Acaso hay alguno que no haya caminado por sus estrechas calles y callejones, llevados sus pasos por una canción judía? ¿Acaso hay alguno que no se haya bañado en sus sinagogas con el agua fría y prohibida de los musulmanes; o que no lo haya soñado? ¿Acaso hay alguno que no pueda descubrirse a sí mismo en los retratos de las paredes de Santo Tomé? No. Yo he estado allí y me he visto. A mi y a otros, vestidos de negro y oro junto al Conde. Pues para el que quiere ver, todos los hombres están en esa pintura mágica. Recibiendo el galardón que Dios da a los que a él y a sus santos sirven.
Toledo, la ciudad donde todo el mundo muere. El cerro con forma de buey que tomó Marco Fulvio en el 193, y en el que mucho tiempo después Hermenegildo habría de desposar a la católica Ingundis para consternación de su estirpe y repulsa de su propio padre, que por eso lo hizo asesinar. La ciudad de las tres culturas pero también la de los mil y un crímenes que no se pueden escribir si no es con lágrimas de sangre. La noche oscura. El sitio donde la virgen de Sorbaces, la virgen del miedo, la madre de los pájaros, halló el tesoro de los visigodos del sur y al ver aquellas joyas preciosas hechas con ira, odio y dolor solo para deleite de los reyes, se convirtió ella misma al arrianismo por despecho. Una herejía. La virgen de Sorbaces, la virgen hereje.
Pero Toledo fue también la cuna de los doce sabios: Gundisalvo, Juan de Sevilla, Avicena, Averroes, Ben Moshe, Algazel, Alfonso el Rey... Y de los traductores desquiciados que desde España, acunados por el dulce maullido de las perdices de los cigarrales y sin más arma que la lengua descifraron las señales antiguas del mundo y las pusieron en limpio. Por escrito. Sin ellos, nada habría de nosotros.
A Toledo llegaría a mediados del siglo XVI, expulsado de Roma por Alejandro Farnesio el último hijo de Hércules. Uno de los semidioses que para ocultar su verdadera naturaleza se hacía llamar simplemente Doménico. Ni siquiera el rey español se dio cuenta del engaño. Doménico, el heredero de Tiziano y Tintoretto que llegó al Tajo para quedarse y se atrevió desde allí a pintar al hijo de Dios más hermoso que se había visto nunca en La Trinidad, rezando en el huerto, resucitando entre los soldados... Un cristo nuevo, blanco y distinto, hecho de verdadera carne y silencio. Doménico, ¿Quién fue este hombre que se convirtió en el alma de los campos de Toledo? De él diría en cierta ocasión Fray Hortensio Paravicino que “entre su mano y la de Dios, perpleja, cual es el cuerpo en que ha de vivir duda”. Y el cuerpo, el cuerpo de Doménico era la ciudad misma y sus campos: Toledo.
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