21/9/09

Et in Arcadia Ego


“Las ostras, cuando inicia el tiempo del año aparejado para engendrar,

abriéndose con ciertas maneras de bostezo, dizen henchirse con un

concepto o rocío, y parir después de preñadas, y ser el parto perlas.”

(Cayo Plinio Segundo, Historia Natural)


Es preciso desmentir cuanto antes la absurda idea tan extendida de que las ostras son peligrosas. No se sabe de ninguna que haya atacado a un hombre. Y eso que desde tiempo inmemorial nos las comemos vivas, o sea que razones no les faltarían. Pero la verdad es que estos delicados moluscos acéfalos a los que se ha colgado tal sanbenito, no hacen daño a nadie. Son inofensivos. Y exquisitos, desde luego. Los antiguos romanos ya las apreciaban y cultivaban con dedicación hace dos mil años; y Cleopatra las consumía sin pudor y con vinagre, perlas incluidas.


Más recientemente Carlos V, por citar a alguien de casa, sentía tal debilidad por ellas que se las hacía llevar a Yuste desde Sevilla; y Casanova solía desayunar cuatro docenas todas las mañanas, dieta a la que atribuía su extraordinaria potencia sexual. Otro conocido personaje al que se cita poco, el famoso detective Roberto Alcázar, también era muy aficionado a las ostras: se las preparaba Pedrín.


Además, y por darle un enfoque más científico a este tema, recordemos que el centenar de acaudalados pasajeros de primera clase que fallecieron el 14 de abril de 1912 en el hundimiento del Titanic las habían consumido en la cena, pero no fue eso lo que les sentó mal. Al contrario; se sabe que uno de ellos, el millonario Benjamín Guggenheim, acompañado por su fiel mayordomo Víctor, permaneció en la cubierta de proa del coloso hasta el último minuto de un excelente humor, vestido de etiqueta y bromeando alegremente con Wallace Hartley y su orquesta. Lo que prueba que no había sufrido ninguna molestia de estómago.


Y es que las ostras alegran el cuerpo y elevan el espíritu, hasta el punto de que Ángel Muro las llamaba “la llave que abre el apetito”, y las recomendaba a los convalecientes.


Las mejores ostras como todo el mundo sabe son las de Arcade, un bonito pueblo de la provincia de Pontevedra; aunque en la antigüedad tuvieron gran fama las de Tarento, en Italia. Arcade fue fundada por un griego que se llamaba Arcadio, un nieto del famoso y temido Rey Lobo del Paraño. Después de hacer un largo viaje por todo el Peloponeso, Italia y España, Arcadio llegó a Galicia donde fundó Arcadia, que con el tiempo vendría a ser Arcade, un lugar paradisíaco habitado por pastores y ninfas. Teócrito y Virgilio lo citaron a menudo con nostalgia, y muchos pintores famosos como Poussin o Corot inmortalizaron en sus obras sus hermosos paisajes. El caso es que Arcadio era muy listo y enseñó a los gallegos a cultivar trigo, y también ostras.


Actualmente en Arcade, además de buen pan se pueden degustar excelentes ostras de todos los tamaños; algunas enormes. Yo mismo he comido dos en cierta ocasión que solas me sirvieron de cena (si alguien quiere disfrutar de esta experiencia no tiene más que ponerse en contacto conmigo). Y digo más, ambas eran de sabor tan delicado como si fueran pequeñas lo que contradice las conocidas teorías de Obélix acerca de estos sabrosos moluscos.


Las ostras son bivalvos aplanados de concha calcificada. Hay muchas clases, pero no todas son buenas para comer. Las Ostras de Perro son muy bonitas; las Arcas son un tipo de ostras muy curiosas, cuya forma es perfectamente cuadrangular; y la Ostra Roja está recubierta de espinas.


Todas las ostras son muy longevas. La mayoría pueden vivir hasta cincuenta o sesenta años, pero normalmente nos las comemos antes: a los dos o tres. Las dos clases de ostras más conocidas son la Común u Ostra Plana (Ostrea edulis) que es redonda; y la que en Galicia llamamos habitualmente francesa, más grande, larga y acostillada. Ambas son buenas.


Los ingleses, un pueblo que se ha hecho famoso por su refinamiento gastronómico, tal vez porque ellos tienen poco que comer, son muy aficionados a las ostras y se han convertido en grandes expertos en su clasificación, preparación y consumo. En Londres hay numerosas ostrerías donde se las ofrecerán a distinto precio según su origen: escocesas, galesas, noruegas, francesas, españolas, etc. Incluso puede pedir usted que le pongan una docena variada, dos de cada, para probarlas todas. Es una experiencia.


Y eso sí, aquí los ingleses no fallan nunca, siempre se las servirán acompañadas de buen champán.

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