Nadie se tomó nunca la molestia de preguntar al ganado y a los otros animales domésticos si les parecía bien la práctica de ahumarlos la noche de San Juan. Probablemente si se hubiera hecho, veríamos esta costumbre ancestral con otros ojos.
Aunque los campesinos pensaban que el hecho de que el ganado respirara el humo servía para protegerlos de la peste, lo cierto es que en muchos casos se convertía en una fuente de problemas y dolencias para los pobres animales, especialmente para aquellos que padecían asma, alergia, bronquitis y otras enfermedades pulmonares.
Un cerdo irlandés que se llamaba Lug murió en 1735 en Bath, dos meses después de la noche de San Juan aquejado de una fuerte tos cavernosa de la que no pudo zafarse. El tratamiento de baños calientes e inhalaciones de eucalipto que le habían prescrito fue inútil. Y Marina, una vaca frisona de Cudillero, Asturias, falleció el 9 de julio de 1922 víctima de algún problema respiratorio que los médicos que la atendieron no lograron precisar.
Este caso es muy significativo pues según varios testigos presenciales y su propio esposo, Marina había sufrido un violento ataque de asma la noche del 24 de junio anterior, cuando su propietario la obligó a pasar sobre las brasas aun humeantes de las hogueras. Y fue precisamente a partir de entonces cuando empezó a tener dificultades para respirar correctamente.
Otro caso. Fernando da Cova, un asno que vivió hasta 1923 en Ordes, A Coruña, dejó repentinamente este mundo en la flor de la edad el 25 de junio del año citado. El desafortunado equino sufrió un fuerte ataque de bronquitis aguda la misma noche del 24, y murió diez y siete horas después tras una dolorosa agonía.
Todos estos datos deberían hacernos reflexionar. No todas las tradiciones deben conservarse. Algunas son crueles e inhumanas.
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