9/12/09

Rise and fall of the (in)famous artist Richard Bransk


La historia de Richard Bransk merece ser contada. No es conocida. Richard Bransk nació en Castle Rock (Dakota del Sur), un verano de 1980. Fue el tercer hijo de Zoromin Bransk, un inmigrante polaco profesor de humanidades que se hizo multimillonario en los Estados Unidos gracias a los bonos basura; y de Concepción Hidalgo, la segunda esposa de Zoromin, una extravagante artista de origen mejicano cuyas elaboradísimas composiciones plásticas realizadas a base de piel de lagarto fueron muy famosas y admiradas en su época.


El pequeño Richard, de gran precocidad artística, parecía estar llamado desde muy joven a ocupar un lugar de privilegio en el mundo del arte. Dibujante mediocre, peor músico y carente por completo de talento para la escultura y para cualquier otra disciplina artística, recibió sin embargo gracias a la influencia y el dinero de sus progenitores, una esmerada educación en las mejores escuelas de arte de América y Europa. A las de África no fué porque: a) creyó que no había. b) y esto es una opinión: tal vez en ellas hubiera aprendido algo. Pero no. A la tierna edad de once años el pequeño Richard se hizo con seis tablas viejas desechadas por un pocero que trabajaba en la hacienda familiar, las embadurnó con pintura gris y las clavó malamente en un lienzo junto con unas cuerdas mugrientas. El resultado fue “Trío Gris”, una obra presentada por su madre en el Moma y descrita entonces por el prestigioso crítico Hans William Rogers, buen amigo de la familia, como: “ Vivaz, arrebatada y de una extraordinaria maestría y elegancia. Esta primera obra de alguien tan joven sorprende no sólo por su precocidad, sino sobre todo por su brillantez. Si bien en un formato reducido, “Trío Gris” no es por eso una obra menor. Es ya todo un Bransk y anticipa a un artista que dará mucho que hablar en el futuro.”


Efectivamente. “Trío Gris” habría de marcar el inconfundible estilo de las siguientes obras de Richard, construidas casi siempre con materiales de desecho, generalmente tablas viejas y sucias, dispuestas sobre el lienzo arbitrariamente, más o menos en forma de aspa, y torpemente decoradas con algún otro objeto igualmente deleznable y a menudo apestoso. Unas composiciones que en palabras del ya citado Hans William Rogers: “...se alejan del arte povera, del trash-art y de otras tendencias similares, y aun bebiendo en las fuentes del ready-made, de la geometrización abstracta y de las instalaciones conceptuales más vanguardistas, constituyen una nueva visión, clásica en su planteamiento pero revolucionaria en el estilo y en la forma. En Bransk el collage creativo y la intervención técnica responden no tanto al deseo simbolista de introducir en el discurso artístico fragmentos de realidad, como al de sacudir la conciencia del espectador con una propuesta radical e inacabada, y hacerlo consciente de su diminuta infinitud frente a la grandeza de la historia y del arte.”


En 1996 Richard viajó a París, donde residió durante dos años y tuvo ocasión de tomar contacto con las vanguardias europeas. Allí produciría sus obras más brillantes. Algunas legendarias como “Purple 4” y Purple 7”, inspiradas en el color del vino de Borgoña que tanto llegó a apreciar (se dice que solía consumirlo a menudo con sus amigotes acompañado de foie y pan de Poilâne en las tabernas de la Ille de la Cité). O como la famosísima serie “Tableaux”, en la que la influencia francesa es más que notable y puede apreciarse sobre todo en el título, ya que como un gran artista fiel a su estilo sus composiciones seguían siendo las mismas, con las mismas cuatro tablas viejas de siempre. Su fulgurante ingreso en la Academia de las Artes Francesa al día siguiente de su llegada a la Ciudad de la Luz, no fue sino la consecuencia previsible de los innumerables donativos con los que sus padres y un nutrido grupo de empresarios y amigos leales agasajaron a los más respetables miembros de dicha institución. Todo un éxito. Su ascenso era imparable. Durante gran parte del año 1997, cuando apenas tenía diez y siete años, Richard publicó con asiduidad sus impresentables dibujos en todas las revistas artísticas de Europa e hizo innumerables exposiciones en las mejores galerías, gracias sobre todo a la eficiente estructura empresarial y de tráfico de influencias precisamente diseñada y convenientemente alimentada por sus promotores.


A finales del mismo año la antológica “The New Richard Bransk” en el Grand Palais, que se repuso acto seguido en la Tate Gallery y después en el Reina Sofía de Madrid, lo consagraron definitivamente como el gran artista americano del siglo XX. La crítica, o sea Hans William Rogers de viaje en París, emitió el siguiente comunicado desde el Crillon, donde se alojaba: “Bransk ha superado el síndrome autista de las instalaciones, del video-art y del conceptualismo que ha presidido el arte moderno, devolviéndonos el gran arte, el de los cuadros-basura que nos muestran la belleza de lo horrible y nos invitan a reflexionar sobre la grandeza y la mentira. Este artista temperamental, con sus sorprendentes composiciones en las que predominan la suciedad y el silencio, nos trae ecos del droping-art y de los verdaderos y grandes descubrimientos del último arte que había perdido el sentido de lo auténtico. Bransk y su virtuosismo ponen en duda nuestro sentido de lo correcto con un latigazo de realidad. Recibamos al nuevo héroe del arte. ¡He aquí al Pollock del siglo que viene!”.


En 1999 Bransk regresó a América para exponer en el Moma y convertirse a los diez y ocho años, en una leyenda viva. Sus cuadros, convenientemente apoyados por unos cuantos amigos poderosos situados en puestos clave, se convirtieron de la noche a la mañana en el gran negocio del arte del momento y rápidamente encontraron un hueco en todas las grandes colecciones. Y Bransk se convirtió en “El Gran Bransk”. Los museos se lo disputaban. Las revistas especializadas le dedicaban grandes reportajes. Las editoriales publicaban cualquier escrito suyo, aun aquellos que carecían totalmente del mínimo valor artístico (que eran la mayoría). Random House llegó a editar en dos lujosísimos volúmenes las listas de la compra y los post-it que Richard pegaba en la pared de la nevera de su casa, con los títulos de “Shopping with Bransk” y “Write on White”.


Era una locura. Los coleccionistas mataban por hacerse con un cuadro suyo. Y no es una metáfora: “mataban” por hacerse con un cuadro suyo. Randolph William Hearst, el magnate de la leche, planeó y pagó en 1999 el asesinato de Javier de Ville, su amigo de la infancia y vecino en Beverly Hills, con el único objeto de robarle sus seis Bransks. Mathew Neerland, el multimillonario actor de cine, ordenó el secuestro de su primo Markus Halle-Gainsborough y pidió como rescate a la esposa de aquel los tres Bransk que poseía la familia. La señora Gainsborough, haciendo gala de una entereza fuera de lo común no accedió al chantaje y de ese modo perdió de vista a su marido para siempre, aunque se tuvo que quedar los cuadros. Dos redactores del Post demostraron que Jorge Toledo, senador demócrata por el estado de Nuevo Méjico, extorsionó en Washingthon en 1998 a tres gobernadores que poseían obras de Richard, con el único fin de hacerse con ellas... Todas estas personas fueron juzgadas por sus crímenes y convenientemente absueltas. Y es que por lo general, en aquella época hasta los jueces consideraban lícita cualquier cosa con tal de hacerse con un Bransk.


Entonces la pregunta es ¿por qué cayó? Los cuadros eran basura, es cierto, pero obviamente esa no fue la causa. A fin de cuentas las mejores colecciones de arte contemporáneo están llenas de obras infames, instalaciones idiotas, y dibujos y fotografías que uno ni siquiera utilizaría para limpiarse el culo. Claro que tratándose de arte este hecho es intrascendente, siempre que haya alguien dispuesto a pagar por el papel higiénico una buena suma de dólares. Pero el caso de Bransk fue distinto. Tuvo mala suerte. Una sucesión fortuita, lamentable e inesperada de fatales casualidades lo condujo inexorablemente a la catástrofe.


El desastre empezó a fraguarse en 2001 cuando un desconocido periodista, John Greensboro, encargado de la sección de arte del Norton Herald Tribune de Marion, una diminuta localidad de Alabama, escribió un pequeño artículo a propósito de una miniexposición itinerante de Bransk en la escuela de secundaria local. La exposición formaba parte del programa “Culture and People”, financiada por el Bank of América y se titulaba “Good Cool Wood”. La reseña de Greensboro, que tendría que haber sido la típica crítica de provincias sin ninguna consecuencia y poco comprometida, se convirtió en otra cosa, debido sobre todo a la circunstancia casual de que John padecía un fuerte dolor de espalda el día en que visitó la exposición: “...aunque este joven artista ha tenido algún éxito reciente en Europa, lo cierto es que su obra resulta inconsistente. Esto puede apreciarse tan sólo echando una ojeada rápida a la muestra que se presenta estos días en la sala de arte de la St. John School, en Downing St. 6. Si bien algunos dibujos tienen cierto interés aunque no sabría decir cuál exactamente, la pieza estrella, “Políptico Verde 6” que es una de las de mayor tamaño, es una obra totalmente fallida. Repito: fallida. En concreto la tabla tres de esta composición (la tercera contando desde la izquierda y desde arriba) no tiene la inclinación adecuada. Debería de tener treinta grados con respecto a la horizontal en lugar de los treinta y dos que tiene. El ángulo con el que la ha colocado el autor resta brillantez a la obra y enturbia la armonía del conjunto. Y la diametralidad inversa se ha perdido. Además, no es lo bastante vieja. Por otra parte la tabla siete (segunda contando por la derecha desde arriba) muestra innumerables defectos de forma inaceptables en un artista de la categoría de Bransk, al que tanto se ha alabado. Los tres clavos que sujetan dicha tabla al lienzo no están lo suficientemente oxidados y el brochazo de pintura roja que la cruza de un lado a otro no es feo y anula el sentido dramático del conjunto. Por otra parte, la construcción en general se ve pobre e infantiloide y transmite una impresión, por ingenua, casi agradable. Además el acabado sintético e integrado de los volúmenes no está logrado. Ayer mismo una de las tablas del políptico se desprendió y cayó al suelo y yo mismo tuve que ayudar a levantarla y reponerla en su lugar”.


He aquí la primera casualidad. Nada podía molestar tanto a Greensboro aquel día como tener que agacharse y realizar un esfuerzo físico suplementario: “... tres visitantes tuvimos que pegarla como pudimos con supergén. James Mudock, el bedel de la St. John School que estaba presente, puede atestiguar lo que digo. En definitiva, una exposición tal vez interesante en algún aspecto como ya he dicho, pero en todo caso de un artista mediocre al que aun le falta mucho para llegar a algo a lo que me atrevería a asegurar que tal vez no llegue nunca. Señores del Bank of América: déjense de pamplinas; el que esto sea Marion no quiere decir que seamos idiotas. Traigan una exposición decente de una .... vez.“


Por supuesto el Bank of América no se echó a temblar por esto y el artículo hubiera pasado desapercibido para la crítica de no ser porque John Greensboro tenía un primo segundo en New York (he aquí la segunda casualidad) deseoso de hacer carrera. Se llamaba David de Moore. David era por aquel entonces un guapo y meritorio jovencito, secretario y amante de Neuman Winsfield, crítico de arte del New York Times (he aquí la tercera casualidad). Todo parece indicar que fue David inconscientemente, el verdadero causante de la caída de Richard Bransk. El 16 de julio de 2001 Winsfield, que tenía una columna semanal en la sección de arte del New York Times, publicó un artículo firmado por él y obviamente inspirado por el de Greensboro, en el que negaba cualquier talento, por mínimo que fuese, a Bransk. Pero el artículo en realidad fue escrito por David de Moore. Winsfield no estaba en condiciones de hacerlo aquel día. Un guiso de cabra en mal estado ingerido la noche anterior durante una cena en el Four Seasons lo había dejado fuera de combate (he aquí la cuarta casualidad).


Winsfield, que tenía una fe ciega en el talento de su protegido, pidió a David que escribiera él mismo el artículo suponiendo que se limitaría a hacer un refrito con otros artículos anteriores, aderezado con unos cuantos tópicos y lugares comunes (que había muchos) acerca de Bransk. Pero David era demasiado joven y demasiado guapo. No tenía ni idea de arte y mucho menos de Bransk. Angustiado ante la perspectiva de tener que escribir el artículo y sin saber ni siquiera como empezar se desesperó y entró en una crisis nerviosa. Entonces, presa de un ataque de bulimia compulsiva producto del estrés y sin saber qué escribir, abrió el paquete de comida que semanalmente le enviaba su madre desde Marion y casi no pudo creer lo que vieron sus ojos. Allí mismo, en medio del paquete había unas deliciosas morcillas de corzo cuidadosamente envueltas en una página del Norton Herald Tribune con un artículo titulado: “Richard Bransk: ¿un artista?, por John Greensboro”. Y he aquí la quinta casualidad. David leyó el artículo de su primo varias veces y, aunque tenía varias manchas de grasa lo copió y resumió como pudo. Y lo envió al periódico. Firmado por Winsfield.


Y la palabra de Winsfield era Palabra de Dios, te alabamos Señor. El artículo estaba firmado por él y aquello fue el principio del fin de Bransk. Los coleccionistas empezaron a deshacerse de las obras de Richard a toda velocidad. La mayor parte se vendieron en el mercado negro a un precio de risa. Tener un Bransk en casa era como no tener nada. Mucho peor. Ser propietario de uno era una auténtica vergüenza. Entre la alta sociedad y los grandes coleccionistas americanos la frase “Todavía tiene un Bransk” referida a alguien, se convirtió en una maldición que sentenciaba al aludido al ostracismo y le negaba totalmente la posibilidad de ser admitido ni siquiera en el peor club de la ciudad. En sólo dos meses el Moma liquidó todas sus existencias en Sothebys a través de una filial interpuesta, pero los beneficios obtenidos por las ventas apenas llegaron para cubrir gastos. El Museum of Modern Art de Chicago y la Flick donaron sus colecciones, aunque aun hoy se desconoce la identidad de los beneficiarios; y La Tate se limitó a arrojar todos los cuadros de Bransk que había en sus fondos al Támesis, lo que le valió una fuerte multa del ayuntamiento de Londres por arrojar basura al río.


De la noche a la mañana Richard se convirtió en persona non grata. Y dejaron de invitarlo a las inauguraciones. Como consecuencia de ello dejó de comer pinchos y canapés y su salud se resintió, ya que era de lo que se alimentaba básicamente. Enfermó, y acuciado por las deudas malvendió los pocos cuadros que le quedaban a su asistenta y a su chófer que poco después lo abandonaron y lo denunciaron por estafa. Hasta su familia le dio la espalda. El 27 de noviembre de 2001 Richard fue hallado muerto en su apartamento del West End por el portero del edificio, Andrés Ramírez. Este hombre declaró a la policía que había entrado en la casa del artista forzando la puerta, con la intención de recuperar los diez y seis dólares con treinta centavos que le había pagado dos semanas antes por el grandioso políptico “Table Over Table”. Andrés Ramírez, acusado de allanamiento de morada y robo por la fiscalía, fue absuelto por el juez que entendió que tratándose de un Bransk, su comportamiento estaba justificado.


Y entonces, con Richard muerto, su obra y su recuerdo desaparecieron del mundo para siempre. Se borró su nombre de los libros de arte y de las enciclopedias; se destruyeron los vídeos y grabaciones en los que aparecía. Las bibliotecas y hemerotecas se encargaron de eliminar todo rastro de su persona, y las galerías y colecciones privadas que habían tenido obra suya reeditaron sus catálogos rápidamente omitiendo en ellos cualquier mención a su obra. Y Bransk desapareció por completo. Si a estas alturas usted aun se está preguntando por qué no había oído hablar nunca de él, en las líneas que preceden tiene la respuesta.


Epílogo (Ars longa vita brevis).

Por supuesto mientras ocurría todo lo anterior, la mayor parte de los amantes del arte de todo el mundo, aficionados y expertos, connaisseurs y visitantes ocasionales, niños y viejos, jóvenes, hombres y mujeres de todas clases, como habían hecho siempre siguieron visitando la Catedral de Reims o Venecia; siguieron viajando a España para ver de cerca el Entierro del Conde de Orgaz o a Velázquez en El Prado; siguieron peregrinando a Italia para visitar Florencia y los museos Vaticanos; y a Francia para ver la Gioconda; y en fin, a donde fuere para ver lo que hubiere. O sea, por decirlo claramente: a toda esa pandilla de ignorantes en pantalones cortos o largos, vestidos de traje o con camiseta e incluso en chándal, pero con pretensiones culturales (entre los que seguramente nos contamos usted y yo), que andan por las ciudades del mundo cámara en ristre o libro de arte bajo el brazo, lo del tal Bransk les (nos) importó un rábano.


Así es la vida. That´s life. Good luck Richard!

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