Los príncipes sumergibles vivieron en la antigüedad en Persia, en Egipto, en Europa y en otras partes de nuestro mundo. Eran muy hermosos y sabios. Todos eran jóvenes, tenían la piel blanquísima y lucían una incipiente barba bien dibujada y perfectamente recortada en sus blancas mejillas, por lo que eran fácilmente reconocibles desde lejos. Su cabellera era oscura y abundante y según se decía, sus ojos refulgían como piedras de fuego sobre un volcán de plata.
Si se le pedía a uno que hablara, entonces su lengua parecía cobrar vida propia y estar hecha de sal; y contaba historias maravillosas. Y las palabras que salían de su boca se solidificaban al contacto con el aire con la forma exacta del objeto que designaban.
Estos príncipes fueron muy abundantes en los ríos y lagos de Europa y Asia en los siglos anteriores al Descubrimiento. Pero cuando el mundo se hizo redondo todos se fueron a América caminando bajo el mar, huyendo del pensamiento europeo.
Y allí, donde el mundo y todo lo demás era tan nuevo como ellos, se convirtieron en reyes, y por fin desaparecieron para siempre.
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