28/6/09

Ciudades mágicas: Magerit


Visigoda, árabe, judía, cristiana, plebeya y real. Así fue y es todavía hoy Magerit, la ciudad interrogante que descansa sobre los huesos calcinados de los Omeyas, junto al Palacio de los reyes de España. Un gigantesco acertijo sin respuesta que yace abandonado a su suerte en la meseta de Castilla, cerca de las antiguas y desoladas tierras del Cid.


Según un código secreto que se ha perdido, la suma de las letras de Magerit arrojaría como resultado un número infinito y misterioso que ni siquiera Fátima la Sabia, la hija de Maslama ibn Ahmad, que dedicó largos años a su estudio siguiendo las enseñanzas de Al Juarismi, pudo descifrar. Pues Magerit es un azulejo de versos que no se puede entender.


Aquí vivió la Virgen de los Castillos, la Almudena; y también el santo árabe Isidro, que era capaz de obrar milagros como la ascensión de las aguas y la conversión de las piedras en pan, como hacía Jesús. Pero Magerit, que fue inicialmente una simple atalaya militar, acabaría por convertirse con el tiempo en la única Villa y Corte del mundo, desde la que el Rey Felipe Víctor el IV, a los quince años de edad, habría de iluminar los siglos con sus magníficas colecciones de arte, y también con sus inacabables correrías nocturnas. El Rey Planeta. No es extraño que lo llamaran así: a su alrededor giraban en órbita las Corralas enteras de Madrid.


Madrid, ciudad de patios y de puertas: Puerta de Alcalá, Puerta de Hierro, Puerta de San Vicente, Puerta de Toledo... El laberinto llegó a tener tantas que incluso hubo una que daba paso al infierno, antes de que vinieran los cristianos y la cerraran con sus siniestros ritos de incienso y miedo. Mucho tiempo después Ricardo Bellver levantaría en pleno parque del Retiro, en honor a aquella puerta mágica perdida, un monumento al último habitante del inframundo que osó traspasarla: un ángel.


Desde entonces los madrileños que son ciudadanos confiados, audaces y corteses, peregrinan los domingos buenos por la mañana hasta ese ángel hermoso y doliente que es la imagen de los hombres, y a su sombra explican a los niños las vidas y los nombres de los pájaros, les muestran las flores de La Rosaleda y les enseñan a rezar oraciones negras.


Y es que Madrid es una ciudad de ángeles, como Berlín. Una ciudad hecha de sueños, de cadáveres y de plumas. Magerit, la semihumana, la vigilante, la almenara en la que los hijos del cielo y los del infierno hermanos al fin y convertidos en piedra, observan a los vivos y se ríen de su destino, pues ellos sí son conscientes del porvenir.


Pero sobre todo Madrid es una ciudad pintada. Una de la que uno regresa como si volviera de un cuadro habitado por monstruos. Una ciudad de mentira, y tal vez por eso más real que otras. Un tríptico del Bosco que se abre hacia afuera desde el Prado y llena la experiencia del visitante de inquietudes y maravillas sin nombre. Un jardín gris a la primera mirada, pero que de pronto se apodera del mundo y se despliega Gran Vía abajo en una insólita locura de cifras, colores, borrachos y magia.


Magerit, el número prohibido, las manos del diablo. Ven conmigo, hermano, y verás. La malicia que recorre la Castellana cada noche. La lujuria emboscada en jardines que fueron diseñados para las princesas de Francia. El pecado, la concupiscencia y la ternura agazapados a la puerta de las Cortes. Y el placer prohibido del Barrio de las Letras.


Cantemos este sueño. Cantemos Madrid. Las sonrisas oscuras y cómplices en el Retiro a la madrugada. El miedo en el Parque del Oeste y el perdón o la muerte en Atocha, ante el de Sebaste: “Si vos sois tan caballero / que eso será cosa llana, / a las seis de la mañana / junto a San Blas os espero”.


Y la pena junto al Palacio Real: la pena de los reyes que lloran. Madrid, cuando la dejan todos creen llevársela consigo.


Pongamos que hablo de.

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