Según cuenta Tertuliano en las Apologías, el emperador Tiberio llegó a presentar, inducido por un Pilatos arrepentido, una propuesta al senado de Roma para conseguir que se declarara dios a Jesús. También según Tertuliano parece ser que Tiberio estaba plenamente convencido de la divinidad del hijo del hombre.
La verdad es que esto suena un poco raro tratándose de Tiberio. Era un tipo sin escrúpulos. Un parricida, asesino, sádico, cruel y disoluto que en los últimos años de su vida, habiendo perdido todo interés en el gobierno, se retiró a Capri donde se dedicó básicamente a violar jovencitos y poco más. Los romanos lo llamaban “caprinus”, en parte por su amor a Capri y en parte por sus peculiares inclinaciones sexuales: “El cabrón (caprinus) lame los genitales de las cabras”, solían decir.
Suetonio, que es bastante de fiar, lo califica de “viejo hirsuto y pestilente” y dice de él que “no amó con afecto a ninguno de sus hijos” (aquí se ve que hoy ya no hay historiadores como Suetonio). Además cuenta que, entre otras animaladas, este glorioso emperador propenso a toda clase de vicios disfrutaba obligando a niños lactantes a que le practicaran fellatios. Para colmo era tacaño y avaro. O sea que las tenía todas. Mejor no sigo.
En cualquier caso el senado rechazó la moción, que es a lo que íbamos. Es lógico, los romanos ya tenían demasiados dioses. Qué duda cabe que de haber prosperado aquella propuesta, hoy las cosas serían muy diferentes. Si el panteón romano hubiera llegado a asimilar a Jesús, otro gallo nos cantaría. Ahora bien, ¿cuál? Hay muchos gallos y dependiendo de qué gallo, la cosa podría haber resultado de una forma o de otra.
Los gallos son los machos de las gallinas. Esto lo sabe todo el mundo, pero pocos reparan en que esta definición de un macho por contraste con su hembra, resulta cuando menos curiosa. Se da en muchos animales. No se dice de la gallina que sea la hembra del gallo. No. La gallina es la gallina. Es el gallo el que es “el macho de”.
El caso es que hay muchos gallos. De pelea, domésticos, de roca, italianos, de las praderas, enanos y, en fin, de tantas clases que resultaría interminable citarlas todas. Uno de mis gallos preferidos es el gallito enano, que en Galicia cuando yo era pequeño solían llamar kiriko. Mi tía Ricarda tuvo uno muy despierto en Tabagón, El Rosal, que era un consumado velocista y llegó a batirse en una ocasión con Carl Lewis, aunque perdió. El gallo enano es muy vistoso y a pesar de su diminuto tamaño se comporta como si fuese enorme: manda mucho.
Otro gallo curioso es el Houdan, un gallo chino. Seguro que lo han visto alguna vez: siempre parece que acaba de salir de una peluquería de lujo de la Quinta Avenida.
Pero nos estamos perdiendo en disquisiciones inútiles. Nada de esto interesaba a Tiberio. A él los gallos no le preocupaban en absoluto. Lo único que le traía de cabeza era su sucesión, hasta el punto de que hizo testamento por duplicado. Y por supuesto no citó a Jesús en él.
¿Mintió Tertuliano?
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