Pocos saben que a lo largo de la historia ha habido muchos hombres que llegaron a convertirse en Dios, si bien a ninguno le resultó fácil. Llegar a ser Dios es bastante costoso, exige esfuerzo y lleva mucho tiempo. A veces toda una vida.
Los hombres que se convirtieron en Dios lo hicieron de muy distintas maneras. Una buena fórmula que se empleaba a menudo antiguamente, era construir algo imponente como un templo. Después tenías que meterte dentro y conseguir que los demás te adoraran. Un truco clásico que podía dar buen resultado. Pero hay otros. Aquí, como en todo, cada maestrillo tiene su librillo.
Ieyasu, el gran Shogun de los Tokugava que murió a principios del siglo XVII era un gran general y guerrero; y un hombre muy apuesto. Pero para convertirse en Dios no bastaba con eso. Primero tuvo que liquidar a todos los demás señores feudales que también querían ser Dios como él, y después conquistar todo el Japón y convertirse en emperador. Una vez hecho esto, mandó construir un templo en Nikko donde los japoneses podrían adorarlo en cuanto fuera Dios. Cuando murió, fue enterrado allí junto con un caballo blanco que tenía y efectivamente, se convirtió en Dios.
En la puerta del templo Ieyasu puso tres monos guardándola: uno sordo, otro ciego y otro mudo. Si se le preguntaba algo al primero no se daba por aludido; el segundo no podía ver; y el tercero no hablaba con nadie. De esa forma Ieyasu se aseguró de que todo el mundo pudiera entrar al templo libremente. Entonces los japoneses, un pueblo sintoísta pero lógico donde los haya, empezaron a peregrinar hasta allí para adorarlo como a un verdadero Dios.
Y se convirtió en Dios.
El caso de Ieyasu es llamativo, pero hay más. El mismísimo Buda fue hombre antes de ser Dios. Aunque Buda era hijo de un rey y eso siempre ayuda, el Gautama consiguió convertirse en Dios él solito y prácticamente, sin gastar nada. Era muy ahorrador. Sin embargo el de Buda fue un caso excepcional. Generalmente y como ya hemos apuntado antes había que invertir mucho esfuerzo, dinero y tiempo. Y aun así, muchos de los que lo intentaban no conseguían el objetivo que se habían propuesto.
El sha Dshahan, quinto grande de la dinastía de los mogoles, trató de convertir en Dios a su esposa favorita, la princesa Aryumand Banu Begam. Aunque resultaba difícil convertir en Dios a una chica, el tipo lo intentó con todas sus fuerzas. Para eso empezó por cambiarle el nombre a la muchacha, ya que el que tenía no le pareció adecuado. Le puso uno muy bonito: Mumatz i Mahal, que significa “La Joya del Palacio”. Aquí se ve que el sha la quería mucho. Tuvo siete hijos con ella. Después mandó llamar al mejor arquitecto del mundo, un tal Ostud Isa, y le encargó levantar un impresionante mausoleo en Agra, rodeado de magníficos jardines. Cuando la princesa murió, la enterró allí. Es el Taj Mahal. Pero la cosa no salió bien. La princesa no se convirtió en Dios y cuantos visitan el monumento, incluso hoy en día, aun maravillados ante la belleza y magnificencia de la construcción, no dejan de considerarlo como lo que es: una simple tumba, y a quien está enterrada en ella, una mujer.
Mausolo, virrey de Caria, también puso en práctica este sistema con su famoso “Mausoleo” y tampoco resultó. Nadie lo consideró nunca un Dios.
Los soberanos kemeres de Camboya eran un caso aparte. Todos sin excepción se convertían en dioses en vida, al contrario que los emperadores romanos que lo hacían después de muertos. A los kemeres los llamaban los reyes divinos, y se exhibían desnudos ante sus súbditos a menudo, para que aquellos pudieran apreciar la fabulosa perfección de la naturaleza no humana de su cuerpo. Suryavarnam II, un rey kemer que reinó durante el siglo XII de nuestra era en Laos, Birmania y Camboya, fue uno de los más famosos. Era muy bien plantado y tenía los ojos azules. Su esposa fue también una mujer bellísima y según se dice, la contemplación de su cuerpo desnudo volvía locos a los hombres cuerdos: tenía siete cabezas y veinte brazos bien torneados.
Los emperadores de la dinastía Ming, que construyeron la Gran Muralla entre los siglos XIV y XVII a costa de las vidas de miles de chinos, también intentaron convertirse en dioses, pero ninguno lo logró. Muchos de ellos, por el contrario, fueron tenidos por verdaderos demonios salidos del infierno. Una canción popular de la época lo demuestra: “Si te nace una hija, ahógala; si tienes un hijo, no lo críes. ¿No ves que el emperador está levantando la Gran Muralla sobre montañas de cadáveres?"
Y también los reyes incas se convertían en dioses en vida, en su caso inadvertidamente en el mismo momento de ser coronados. La divinidad iba asociada al cargo: si te hacían rey, te hacían Dios. Por eso cuando Francisco Pizarro entró en Cajamarca en 1533 y capturó y mandó ahorcar a Atahualpa, el cacereño no sabía que estaba dando muerte no a un hombre, sino a un verdadero Dios de los hombres. A raíz de aquel crimen todos los españoles que habían participado en la celada que llevó a Atahualpa a la tumba, murieron en extrañas y dolorosas circunstancias. Fue una venganza divina. El propio Marqués de la Conquista falleció en 1541 en Lima, violentamente asesinado tras una copiosa comida. Dios es implacable.
En América hubo muchos reyes dioses. El rey tortuga de Quiriguá de los mayas de Honduras fue un caso extraordinario. Primeramente fue un hombre hermoso, después una tortuga, y en el año 185 se convirtió por fin en Dios. Todo el mundo lo vio y lo supo. Usamanciel III, rey y señor de la ciudad de Palenque, también se convirtió en un ser divino que tenía cuerpo de mono. Y los reyes yucatecas de Menche, Naranjo, Chiapas, Balcalar, Piedras Negras y Tikal, si hacían el amor con un lagarto se convertían en serpientes y después en pájaros, y después en dioses perfectos y por último en piedras de jade. Entonces ascendían a los cielos como hijos de Kukulkán y se quedaban a su lado para siempre.
Los faraones egipcios se convertían en dioses muy a menudo. Ramsés II, el más grande de todos, cuyo cuerpo está enterrado en Abu Simbel, llegó a ser un Dios autentico y como tal tuvo 80 hijos varones, y a continuación 60 hijas más hermosas aun que los primeros.
Y los reyes andalusís de España también tenían el poder de convertirse en dioses a voluntad. Abul Acha Yusuf, que vivió en el siglo XIV en Granada y que mandó construir la Torre del Vino en la Alhambra; o Mohamed V que diseñó el Patio de los Leones fueron dioses verdaderos. Y también Boabdil, el rey Chico, que despreció a su lugarteniente Ridwán y tuvo que llorar desde las alturas de Sierra Nevada la pérdida de aquella hermosa ciudad, “el cielo en la tierra, el verdadero sueño hecho realidad”. Los dioses también se equivocan. Y es que la Alhambra fue morada de muchos dioses que habían sido hombres antes, de lo que dan fe los nombres de algunas de sus estancias como los “baños de niños”, los “baños de mujeres” o el más conocido “tocador de la Reina”.
O sea que la historia está llena de hombres que quisieron convertirse en Dios; y como ya hemos visto algunos lo lograron, pero otros no. En fin, qué le vamos a hacer.
También hubo el caso insólito de un Dios que se convirtió en hombre, pero eso es mucho más difícil de explicar y aquí no tenemos tiempo para contarlo en detalle.
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