Un niño robó una secuoya en el Parque Yellowstone. Simplemente la escondió en la cesta de la merienda y se la llevó. Los guardabosques no se dieron cuenta. Sus padres tampoco. Una vez en casa no sabía donde ponerla porque la secuoya era enorme, ocupaba mucho espacio y molestaba en todas partes. Primero la puso en el salón. Quedaba muy bien pero no dejaba ver la tele y su padre le obligó a quitarla:
– Tommy, –le dijo–, no sé de dónde has sacado esa secuoya gigante pero no quiero verla aquí. Llévatela inmediatamente para tu cuarto o para otro sitio donde no estorbe.
Después la puso en el recibidor, pero resultaba muy desconcertante para las visitas salvo que estas fueran ardillas. También probó a ponerla en la cocina, en el pasillo y en el baño, pero en todos los casos su madre se lo prohibió. Por fin, a regañadientes, la dejó en el jardín. El niño tuvo la secuoya en el jardín varios meses. Todos sus amigos del cole iban a verla y le decían:
– ¡Vaya si mola! es una secuoya de verdad. Es genial, Tommy.
Los vecinos y las personas que pasaban por la calle se paraban a mirarla y pensaban: “Caray, qué suerte tiene este niño, una secuoya auténtica; ya me gustaría a mi tener una.” Pero el niño tenía remordimientos porque sabía que lo que había hecho no estaba bien. Por fin confesó la verdad a sus padres.
– La robé –dijo contrito–. Fue el día que fuimos a Yellowstone; pero ahora estoy arrepentido.
– Está bien, Tommy, seremos comprensivos contigo y no te castigaremos –le dijo su madre–, pero debes devolverla y pedir disculpas a los guardias del parque.
Entonces el niño escribió una carta que decía así: “Queridos señores guardabosques, me llevé esta secuoya y después me sentí mal. Estoy arrepentido. La devuelvo. Lo siento”. Después hizo un paquete con la secuoya y la carta, y lo envió todo al parque... a portes debidos.
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