Los habitantes del reino de Méroe en la antigua Nubia, junto al Nilo Azul, elegían de entre todos ellos al hombre más hermoso y lo coronaban rey: el rey azul. Después le atribuían naturaleza divina, lo adoraban y obedecían ciegamente sus órdenes fueran cuales fueran. Y durante su reinado cumplían al detalle todos sus deseos, hasta los más nimios.
El rey azul tenía un poder absoluto y todos los hombres y mujeres del reino sin excepción lo amaban como a un dios, y estaban dispuestos a dar la vida por él. La veneración llegaba hasta tal punto que si el rey perdía una extremidad en un accidente de caza o en una batalla, todos los súbditos se automutilaban la misma extremidad para estar a la par con él, pues consideraban un deshonor y una tragedia ser gobernados por alguien inferior.
Pero si un día al sumo sacerdote se le antojaba, enviaba un mensaje al rey mandándole morir y éste debía obedecer. Y en eso las gentes de su pueblo no lo seguían, sino que cuando el soberano había muerto recogían su cuerpo, lo arrojaban al río y elegían un nuevo rey: el rey azul.
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