Se designa con este nombre genérico, no a unos milagros en concreto, sino a todos aquellos extraordinarios prodigios que los poetas son capaces de hacer sin la ayuda de Dios. Tan sólo con la palabra.
Algunos de estos milagros son por ejemplo, “susurrar en la alta hierba” (Gustavo Adolfo Bécquer); “abrir la luna de par en par” (Federico); “convertir a una princesa en mariposa” (Rubén Darío); o “endulzar una puesta de sol” (Juan Ramón Jiménez).
El más conocido de todos sin embargo, es “hacer florecer una rosa en un poema”. Casi todos los poetas son capaces de obrar este milagro con mayor o menor destreza. Desde siempre. De hecho, ya en el siglo I a.C. Filipo de Tesalónica reunió una notable colección de estos milagros-rosa o milagros-flor como también se los conoce en un libro legendario: “La Guirnalda de Filipo”.
Más recientemente el poeta chileno Vicente Huidobro se distinguió en la práctica del milagro-flor a menudo, y según todos los demás poetas con inigualable maestría. Lo llamaban por eso “el Pequeño Dios.”
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