En un texto de Xuan Bello, “El Domingo de la Benéfica”, el autor le pregunta a Natalia (?) cual es su recuerdo más preciado. Ella responde con una hermosa historia en la que siendo niña acompaña a su abuelo a vender lotería a Bazuelo. Como obviamente no voy a contarlo aquí (no podría hacerlo mejor que Xuan), le recomiendo al lector que compre su libro “Los cuarteles de la memoria”. No le pesará.
El texto en cuestión me ha llevado a preguntarme cual era el mío: mi recuerdo más preciado. Y también por qué esos recuerdos, los más queridos, pertenecen casi siempre a la infancia. No sé.
Tampoco sé la edad que tenía, quizás siete u ocho años. Mi padre nos despidió en la estación de tren de Orense a mi madre y a mi. Íbamos a pasar el verano a casa de mi abuela en El Rosal (Pontevedra). Creo que fue mi primer viaje en tren, y por tanto fascinante. La vía discurre durante mucho rato por la ribera del Miño, un paisaje bellísimo, lleno de vida salvaje. Y el tren era uno de aquellos antiguos trenes de compartimentos con asientos de madera: un tren de verdad.
Nos bajamos en Guillarei, la estación más cercana a El Rosal, aun así a bastantes kilómetros de distancia de casa. Supongo que alguien nos acercaría a algún punto más próximo a nuestro destino, bien fuera un coche o un autobús, aunque en aquella época en El Rosal no había muchos ni de unos ni de otros. Pero en todo caso aun tuvimos que hacer después una larga caminata por el monte, por senderos. Solos.
Mi madre, una mujer entonces joven y muy guapa (sigue siéndolo), cargaba con una enorme maleta, lo que nos obligaba a parar de vez en cuando para hacer un descanso. En uno me puso de pronto la mano en el hombro, me hizo callar con un gesto y señaló hacia adelante.
– Mira, -susurró.
En el camino, a unos diez o quince metros de nosotros, un zorro, inmóvil, silencioso, perfecto, nos observaba con manifiesta curiosidad. Y sin temor.
Ignoro cuánto tiempo llevaba allí, pero aun estuvo un buen rato mirándonos. Yo contuve la respiración y por un instante me sentí en otro mundo. En un mundo anterior, lógico, mágico y natural.
Después, el zorro dejó de prestarnos atención y se fue. Abandonó tranquilamente el camino y con un rumor, como un elfo, se perdió en la espesura.
Me doy cuenta ahora, al recordarlo, de que la escena realmente extraordinaria, cinematográfica, irrepetible, fue la que vio el zorro. Nosotros éramos los intrusos allí: una mujer joven, hermosa y cansada, sentada en una maleta en medio del bosque, y un niño pequeño parloteando y jugando a su alrededor. Dos seres diminutos enmarcados por la grandeza y el poder amable de la arboleda.
Tal vez también para él fue un sueño.
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