(Fragmento del “Viaje a el Yambí” de Pedro Lafuente, Crónica de Indias, s. XVI)
De las clases de indios.
Los hombres y mugeres destas Indias son en variedad como la misma tierra, de tantas clases y naciones diferentes que es asombro de todo el que viene a este Nuevo Mundo el verlo. Pues hay acá pueblos innumerables, todos distintos y cada uno bien separado de los otros por sus formas, lenguas, costumbres y habilidades.
Dixeron algunos autores antes, que yo lo he leído mucho, que anduvieron acá en estas Indias griegos y judíos y árabes y otros hombres, y que los que hoy vemos descienden de aquellos. Más no sé yo porqué ternían que haber andado desos y no franceses o españoles, porque a lo menos los que yo he visto, puedo descir que los de acá no son ni judíos ni griegos, que no se parescen en nada a ellos, ni la lengua que usan, ni sus cosas se le acercan. Yo creo que son todos pueblos nuevos, no conoscidos en España antes, que no se supo nunca dellos. Y esta no es sino otra maravilla de tantas como regaló dios al rey con la descubierta destas Indias.
En la Nueva Granada hay unos que llaman araucos. Son valerosos. Otros son la nación de los caribes, que también los llaman camajuyas y quiere decir este nombre relámpagos del cielo. Son belicosos y buenos guerreros, y muchos comen carne humana. Y hay chirigones y socorinos por el Paraguay; tupís y chavanes en el Brasil; hualpes, puelches, atacamas y otros de distinta condición por el reino de Chile y por el Pirú. Y charrúas en el río de la Plata, y chibchas en las tierras de Cartagena. Y los que llaman quichés son de la Nueva España.
Hay aun muchos más, que se llaman unos tehuelches, otros tobas, alakufes y onas. Y muchísimas naciones más pequeñas y distintas hay por las zonas boscosas de las Amazonas y por el Orinoco, y por las tierras del Brasil. Son amaibes, paguanas, chiriguanas y titibes, chimeres, picotas, ajaguas, buaques, micuaras, y concapayaras que son rubios e grandes, y goitacás que viven sobre el agua e son grandes nadadores. E incontables más hay, tantos y tan distintos unos de otros que sería larguísimo referirlos todos.
No están muchos reducidos aun, por ser las tierras tan vastas y más conocidas dellos y no haber entrado los españoles en todas. Y gran cantidad de indios murieron en las guerras y de hambre, y otros fueron menguando por enfermedades que, como es bien sabido, en el año de mil quinientos y diezyocho acabáronse los indios de la Española todos los que había a causa de las biruelas, que las trujo acá un esclavo de aquel señor Pánfilo de Narváez. Y en otras partes por otras enfermedades pasó lo mismo, que hubo e hay acá muchísimas pestilencias que fazen gran destrago entre los naturales. Más destas cosas hablaré luego.
También enflaquecieron muchos con otros sufrimientos y por descuido de los españoles. Es buena muestra desto lo que pasó a aquellos de don Antonio Torres el año de mil cuatrocientos noventa y cinco, que volviendo a España de las Indias con doce barcos y quinientos indios, hubo de tirar doscientos dellos a la mar cerca de las islas de la Canaria, porque en llegando allá se le murieron de frío. E así han ido menguando tanto los hombres y las mugeres que en algunos sitios han desaparecido todos y está la tierra adelgazada y sin remedio, agostada y sin gente para trabajar. Y en esta ruina fueron causa mayor los españoles como digo, que tuvieron mucha culpa deso por dar tan mal tratamiento a estos naturales y tantos trabajos que no eran los suyos propios, en las minas y en las pesquerías de perlas. Y sin derecho, siendo como es bien sabido que esta tierra era dellos antes que viniéramos a ocuparla, que así lo han dicho muchas veces grandísimos sabios como don Francisco de Vitoria y otros hombres de conocimiento y razón.
Y este menoscabo es grandísima penalidad para la corona, pues hallar a los indios y acabarlos es como perder el sol antes de que amanezca. Así me lo dixo en su casa de Cuzco el señor y capitán don Mancio Leguizamo, que anduvo con el Marqués Francisco Pizarro a detener al Inca Atahualpa. E yo digo que este hombre entiende mucho de tales cosas e hay gran verdad en sus palabras. Pues siendo aun joven él allá en Cajamarca, tuvo en sus manos el Sol de Coricancha, grandísimo tesoro del Cuzco, de los mayores que hubo en estas Indias, que se lo dio el Marqués de la Conquista en pago por apresar al Inca. Y la misma noche que se lo dió, el Sol, lo perdió don Mancio jugándolo a las cartas.
Porque el maltrato de los indios hiciéronlo los españoles desde el principio de su venida a esta tierra por mezquindad, que, con el cuento de andar a cristianar, hurtaban el puerco y daban los pies con dios, robando, matando y usando de hombres y niños sin consideración, y sometiéndolos a esclavitud. Y forzando a las muchachas y a las mugeres sin vergüenza, para venderlas aun más caras por estar empreñadas.
Fue tanta la maldad que se llegó a usar con ellos que algunos a los que tenían en cadenas y caían al suelo por estar enfermos, por no pararse a sacarle el hierro cortábanle la cabeza. E a otros los ponían en una cabaña e allí los asaban vivos. E a otros los mandaban despedazar los perros, o les sacaban los brazos y los ojos. E aun supe yo de uno, que dios lleve al infierno, que a unos rapaces de no más de diez años de edad mandó que les cortaran las cabezas, sólo por su placer. E así murieron muchos.
Más no siendo este el hacer de todos los españoles, que decirlo desa manera como hizo fray Bartolomé de las Casas en un libro suyo muy famoso sería faltar a la verdad, destas cosas bárbaras hiciéronse un ciento. Fue por eso que los indios llegaron a aborrescer tanto a los de España que ahora no quieren ni ver castellanos, y aun ni oir hablar dellos. Más hízose todo eso, lo digo así, contra las órdenes de sus majestades católicas don Fernando e Isabel; y después contra las mismas de su hijo Carlos emperador; y hácese también ahora contra las de nuestro rey Filipo que dios guarde. Pues todos estos monarcas proveyeron siempre bien que no se diera guerra ni esclavitud a los indios, sino doctrina y conversión para quitarles idolatrías y ponerlos en buenas costumbres en sus repartimientos, enseñándoles la lengua castellana y predicándoles el evangelio, lo que ya se va haciendo.
Item más. Que los españoles no tienen disculpa en estas cosas, pues ya en el año de mil cuatrocientos noventa y tres la reina doña Isabel, habiendo tenido noticia de que el Almirante había dado por paje a don Bartolomé de las Casas un indiezuelo traído de Indias, dixo con enojo: ¿Pero quién dió licencia a Colón para repartir mis vasallos con nadie? Y después mandó pregonar por Castilla y por toda la Tierra Firme que quienes tuviesen indios esclavos y presos no podía ser, y que los volviesen libres a sus tierras. Y en mil quinientos once el dominico Montesinos fizo aquel famosísimo sermón en la misa de la Española, en que dixo “Ego Vox Clamantis in Deserto”, y fue delante de don Diego Colón y de muchos encomenderos que les habló de aquella manera “¿qué andáis faciendo con éstos, es que no son hombres o no tienen ánimas, o es que sois vosotros peores que moros que renegáis de Jesucristo?”. Y de aquello fue que el fraile hubo de volver a España a dar cuenta al rey Fernando, y por lo que le dixo al rey se hicieron entonces las Leyes de Burgos.
Aun digo más. Que por el mal tratamiento que se daba a los negros, con razón se le rebelaron todos al hijo del Almirante en la isla de Santo Domingo. E fue la culpa toda de don Diego, e muchos murieron dello. Item más, que el emperador en el año de jesucristo de mil y quinientos cuarenta y tres dexó bien dicho por escrito a don Francisco de Orellana, cuando se fue éste a tomar la gobernación de la Nueva Andalucía que había descubierto, que no había de perjudicar a los indios por ninguna causa en nada, y que nunca se les había de hacer la guerra. Que eran hombres del rey, y que así eran las Leyes Nuevas que se habían de cumplir.
E todas estas cosas fueron siempre bien conoscidas de los castellanos, pero muchos las retorcieron a su antojo y no tienen disculpa en ello. Pues ya dixo Isaías “vae qui dicitis bonum malum et malum bonum”. E todos aquellos gobernadores y encomenderos sabían bien cuánto estaban haciendo contra dios e contra el rey, e sólo miraron para su bolsa, e no tuvieron vergüenza de llamarse cristianos siendo peor que árabes. Y yo esto lo digo así en este libro, más lo que todos esos hayan de ser al fin en sus conciencias y en su alma, queda a la consideración y al juicio de dios, y al de los hombres que hayan de venir.
Pues como se dice tantas veces en esta tierra y esto es muy cierto e no ha de olvidarse nunca: sin indios no hay Indias.
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