Apenas conservamos unos pocos fragmentos del Herbolario Perdido. La obra, cuyo origen se atribuye a Quirón, gozó de gran difusión en el mundo antiguo, de lo que dan fe los testimonios de Plinio que la cita varias veces en la Historia Natural; y de Dioscórides que se sirvió de ella para escribir De Materia Médica. Ciertos autores sostienen que el libro fue bien conocido hasta finales del siglo XVI. Según parece el señor Rafael Hitlodeo poseyó uno, camuflado bajo el aspecto de un Tratado de las Plantas de Teofrasto, y lo llevó consigo en su viaje a Utopía. Por desgracia dicho ejemplar fue brutalmente mutilado por un macaco juguetón que arrancó casi todas sus páginas e inconscientemente las arrojó al mar.
En fecha más reciente, en el año 1678, aun pudo existir una copia tardía más o menos completa que en algún momento debió de estar en poder de H. A. van Reede, gobernador de la costa Malabar, ya que el gobernador hace referencia al Herbolario en varias ocasiones a lo largo de su Hortus Malabaricus.
Los textos de que disponemos actualmente, cinco en total, aparecen repartidos entre el manuscrito bizantino Botanicum Esplendens (2), obra de Laurindo de Sales; el Macer Floridus del siglo XII (2), y un papiro de época romana (1). Su mal estado de conservación tan sólo nos permite hacer conjeturas. ¿Se trataba tal como parece sugerir Apolonio de Tirce en sus Plantum, de un auténtico tratado científico y mágico de las plantas cuyo conocimiento estaba reservado tan sólo a unos pocos iniciados? ¿O como ha apuntado recientemente el especialista germano Karl von Fritz, basándose en la interpretación del fragmento IV, era en realidad un extenso poema epopeico inspirado en la naturaleza y compuesto originalmente para ser cantado en honor de Dioniso?
Tal vez nunca lo sepamos. El hecho de que varias de las plantas citadas ya no existan no hace sino contribuir a dificultar la correcta interpretación de estos hermosos textos. Los comentarios que siguen, a cargo de Marc McGinty y G.W. Dimbley, fueron publicados por primera y única vez en el Bothanical Review de Chicago en 1967.
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Fragmento I (Macer Floridus)
“...de flores semidobles, la sorprendente catáfora...”
El fragmento I ha sido siempre uno de los más controvertidos. La transcripción de la palabra catáfora es clara y ningún especialista la ha puesto nunca en duda. El problema es que dicha planta no se conoció en el Mediterráneo hasta el siglo XVIII. La catáfora variabilis, también llamada Dalia del rey Felipe, era una planta vivaz de raíz tuberosa y flores semiesféricas. Fue descubierta en el siglo XVII por el Padre José de Acosta, quien envió un ejemplar a España para que la viera el rey y diera su aprobación, cosa que este no llegó a hacer por falta de tiempo. No sería hasta muchos años después que el botánico español Cavanilles la describiría y clasificaría correctamente, dándole el nombre de dalia en honor a su amigo Dahl, un sueco al que no hay que confundir con Roald. No tienen nada que ver; Roald es galés.
La catáfora, ya desaparecida, se daba sólo en el altiplano de Méjico. Las numerosas variedades de dalia de jardín (dalia variabilis) que se cultivan hoy en todo el mundo por su valor ornamental, hace mucho que han perdido las propiedades mágicas de la planta original. En un ambiente propicio la catáfora podía germinar antes de ser plantada; en ese caso florecía antes de echar el brote y producía el fruto antes que la flor. Si el clima era muy bueno, escribía libros. El adjetivo sorprendente con el que la califica el verso, es pues exacto.
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Fragmento II (Macer Floridus)
“...oirás, Cnido, a la amable...” -intraducible- “...epinicia susurrarte...” –intraducible– “...secretos; embellecerá...” –falta una palabra– “...tu...” –falta un párrafo– “...del rayo..” –borrado– “...Dafne...“ –intraducible–
Este fragmento no plantea ninguna duda. El autor se refiere a un conocido arbusto mediterráneo siempreverde de la familia de las lauráceas, llamado antiguamente Epinicia laurus. Sus hojas se empleaban como condimento, al igual que se hace aun hoy con el laurel común. La epinicia era una planta con voluntad propia. A menudo una rama se dividía espontáneamente en dos y tomaba la forma de una corona, sobre todo si se aproximaba al arbusto una moneda o un bajorrelieve conmemorativo.
La epinicia fue muy apreciada por los antiguos romanos que valoraban, sobre todo, la extraordinaria capacidad de esta planta para el elogio sincero. Julio César tuvo una que le era muy querida. Parece ser que Cratevas del Ponto, médico y botánico del siglo I a.C. sentía gran aprecio por esta planta a la que dedicó varias páginas de su famoso herbario. Según Teofrasto, si se permanecía en silencio al lado de un arbusto de epinicia el tiempo suficiente y se ponía mucha atención, se lo podía oir hablar en voz muy baja. Y siempre decía la verdad.
Parece ser que entre las 40 cajas de laurel genovés que trajo a Madrid Benedetto Babestrelli en 1638 para plantar en los jardines reales, venían camufladas varias plantas de Epinicia laurus que el jardinero italiano regaló a Felipe IV. Y se cree que fue precisamente una de esas plantas la que cinco años después, aconsejó al rey prescindir de los servicios del Conde Duque de Olivares.
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Fragmento III (Botanicum Esplendens)
“...habla tú, dueña de las aguas...” –anotado al margen “Laminaria”, probablemente de mano del propio Laurindo de Bizancio–.
Gracias a la certera anotación del Gran Laurindo este fragmento tampoco presenta problemas de interpretación. Se trata de la Laminaria omnisciente, una alga marina antes muy común en los mares fríos. Coriácea y de color pardo oscuro, antiguamente podía llegar a alcanzar los doce metros de longitud. Sus descendientes actuales son mucho más pequeñas y apenas miden uno o dos metros.
Aunque hoy la mayoría de los botánicos niegan su existencia, no se descarta la posibilidad de que aun existan algunos bosques submarinos no descubiertos de esta alga gigante en el Mar del Norte. El tallo de la laminaria omnisciente estaba dividido en docenas de largos lóbulos con forma de cinta, que solían dar vueltas y vueltas sobre sí mismos arrastrados por las mareas, reflexionando entre dos aguas acerca de lo divino y lo humano. Esta alga lo sabía todo... pero se negaba a contarlo a los hombres.
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Fragmento IV (Botanicum Esplendens)
“...Stipa, hija de –falta una palabra–, a la que llaman Halfa, cúidate del asno...”
Este texto ha dado pie a numerosas interpretaciones. Aunque la mención de la Stipa tenacissima, más conocida como esparto común es evidente, menos comprensible resulta la frase “cúidate del asno”. El profesor Lawson, de la universidad de Cambridge, ha propuesto la tesis (no compartida por Karl von Fritz) de que la palabra ausente pudo haber sido “Ocno”. Así, el texto se referiría a la conocida fábula de Ocno, el soguero que trenzaba una cuerda, eternamente devorada por un asno. En nuestra opinión es una teoría tan válida como cualquier otra.
La Stipa tenacissima es una planta monocotiledónea del Mediterráneo occidental que todavía existe, y es capaz aun hoy en día de producir sin esfuerzo sogas de gran calidad. Antiguamente se atribuía a la Stipa un talento especial para el pensamiento matemático, que sus descendientes parecen haber perdido por completo.
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Fragmento V (papiro)
“...el feo Sileno te tiene, Apotegmática, en gran estima...”
La Apotegmatica tuberosum o patata sagaz era una solanácea con flores blancas ya extinguida, muy parecida a la patata que los españoles traerían de América siglos más tarde. Fue una planta escasa y muy apreciada. Se sabe que Jean Nicolás Ceré cultivó un ejemplar de Apotegmática en su famoso Huerto de los Pomelos, en Isla de Francia, en el siglo XVIII. Dicho ejemplar según dicen quienes lo vieron, era especialmente hermoso y parece ser que acabó, sin el consentimiento de Ceré, acompañando un huevo de dodo frito y unos pimientos en el plato del sevillano Francisco Noroña, que por entonces había arribado a la isla muy hambriento.
Los antiguos griegos y romanos cultivaron con dedicación esta planta, pero no por las propiedades nutritivas de sus deliciosos tubérculos, sino por poseer este curioso vegetal un acusado sentido moral que expresaba con acierto mediante sentencias breves, llenas de inteligencia y sutileza. Su prima, la patata común, nunca ha tenido ese don.
Además la patata sagaz, como su propio nombre indica era una gran observadora. Tenía docenas de ojos y no se le escapaba nada de cuanto veía a su alrededor. Y de todo tomaba buena nota, razón por la cual tuvo prohibido durante tanto tiempo su acceso a las mesas de la nobleza.
1 comentario:
Cada vez que leo una de estas descripciones mágico-botánicas me da la impresión de que las plantas de mi habitación me observan.
Deberías hacerte horticultor.
Saludos a Roald, el galés.
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