29/3/12

Gastronomía insólita

El diccionario de la Real Academia define la palabra gastronomía en su primera acepción como el arte de preparar una buena comida; y en la segunda como la afición a comer regaladamente. Es correcto.


Desde muy antiguo los hombres, especialmente los adinerados, han hecho del gusto por la cocina refinada una forma más de manifestar su riqueza y su poder. Ya los antiguos romanos, a medida que ampliaban los límites del Imperio fueron seleccionando y acaparando para su propio consumo los manjares más exquisitos de los pueblos conquistados: ostras de Tarento, dátiles de Egipto, fresas de la Galia, bellotas de España...


El emperador Vitelio que reinó del año15 al 69, por ejemplo, fue un extraordinario gastrónomo que se adelantó en dos mil años a las últimas tendencias de la nueva cocina experimental de las texturas. Este hombre sentía gran aprecio sobre todo por las lenguas de flamenco confitadas, los sesos de faisán y los higadillos de sargo. Y su plato favorito fueron las asaduras de morenas, que se hacía traer desde Partia y Gibraltar.


Claro que los romanos fueron un pueblo especialmente glotón. Adoraban los banquetes y su afición por la comida los llevó a inventar recetas tan extraordinarias como el legendario Porcus Troianus, que describe en detalle Macrobio. El plato consistía en un cerdo asado que contenía un cordero, que a su vez contenía un pavo, que a su vez contenía un faisán, que a su vez contenía una codorniz, que a su vez contenía un huevo. Había multitud de variantes utilizando otros animales. Trimalción llegó a agasajar a sus invitados una vez con un elefante (supongo que le llamaría Elefans Troianus) cocido en vino de Falerno que contenía una vaca, que a su vez contenía un cordero, que a su vez contenía una oca, etc., etc.


A propósito de estas curiosidades ha llegado a mis oidos que en la antigua Rusia existió un mago poderosísimo que vivía dentro de un huevo, que estaba dentro de un pato, que estaba dentro de una liebre, que estaba dentro de un arca; si bien parece ser que dicho mago no era de comer.


Meter una cosa dentro de otra es un clásico de la invención gastronómica que puede llegar a rozar el absurdo. Una monja española que vivió en el siglo XIV en Chinchón, solía preparar un delicado aperitivo consistente en una hoja de lechuga enrollada con un demonio dentro. El demonio era picante. El plato que se llamaba “Rollito del Diablo”, era muy del gusto del Cardenal don Gil, arzobispo de Toledo, que lo consumía sin moderación. Algunas personas cazan caracoles y los extraen de la concha, pero después para cocinarlos vuelven a introducirlos en ellas. Una práctica que casi tiene el aspecto de un delito. Y sin embargo, resultan sabrosos.


Las épocas de conquista han estimulado siempre la creatividad culinaria. Los exploradores y viajeros tienen la oportunidad de conocer otras culturas y costumbres, lo que amplía sus horizontes y los predispone a la experimentación y al descubrimiento de nuevos sabores, olores y condimentos. Además el flujo cultural es bidireccional. Por ejemplo, Nufrio de Chaves, un navegante portugués amante del buen jamón, introdujo las cabras y ovejas en el Perú con lo que los aztecas pudieron por fin aficionarse al queso. A cambio trajo los tomates a Europa para que los italianos pudieran inventar la pizza, cosa que mi amigo Claudio Binguetti nunca podrá agradecerle lo suficiente. Eco.


Los conquistadores españoles también hicieron de las suyas en este terreno. Cuando descubrieron que los indios Panches de Bolivia se comían a sus enemigos crudos en el campo de batalla*, decidieron probar este plato, pero no les gustó mucho.


También los mejicanos se comían a sus enemigos, aunque los cocinaban antes. Parece ser que fue un indio primo de Malinche el que aclaró a Cortés que los españoles no eran buenos para comer, pues resultaban amargos. A raíz de esta información el conquistador declinó cortésmente asistir a un banquete al que le había invitado Moctezuma, lo que no hizo sino empeorar las relaciones entre ambos, con las consecuencias posteriores que todos sabemos. Los soldados Diego Gómez y Juan de Ampudia probaron también la carne de español y estuvieron de acuerdo con aquel indio.


La carne humana ha sido a menudo un plato común. Los Tupis de Brasil practicaban la antropofagia con naturalidad, especialmente con portugueses y alemanes. Una tribu africana de la región de Sudán, los “ñam-ñam” también lo hacían: cocinaban a un humano y después lo aderezaban con las hojas molidas de la “niamniamensis”, una bonita planta de la familia de las alegrías. Y los indios caribes afirmaban, con conocimiento de causa, que la carne más sabrosa de todas era la de francés.


En 1541, en Venezuela, un oso hormiguero derribó del caballo a Rodrigo de Bastidas y lo mató con la intención de probarlo, pero le resultó imposible pues estos plantígrados carecen de dentadura que les permita comer carne. Entristecido, dicho oso se entregó a la justicia y fue castigado con la cárcel.


Francisco de Villacastín, un criado del gobernador Pedrarias Dávila conde de Puñoenrostro, tampoco tenía dientes, pero su caso es distinto pues los había perdido a causa de una pedrada que le lanzó un mono con gran tino. Al menos esa fue la versión oficial. Esta anécdota no viene al caso pero no importa, porque queda bien aquí y enlaza con la del oso.


Un plato extraordinario de la América del siglo XVI del que apenas se habla fue el Aloes. El Aloes era una oca gigantesca, del tamaño de un barco mediano. Su hígado era tan grande como un bocoy y con él se preparaba un excelente foie-gras. Por cierto que fue precisamente un romano, el marido de Cecilia Metella, el que inventó el foie, durante el consulado de Sila.


Por desgracia el Aloes se extinguió. Y es que la gula ha sido la causa de la desaparición de numerosas especies a lo largo de la historia. Es triste pero es así. Nos las comimos. Los casos de la vaca marina de Bering o el dodo son bien conocidos. Éste último daba un pavo de navidad excelente y esa fue su desgracia...


Otro manjar delicioso según los cronistas del siglo XVI eran los perritos sin pelo de Méjico, que además tenían la ventaja de que eran muy dóciles y no ladraban ni siquiera cuando eran sacrificados. A propósito de perritos hay que señalar que también los animales tienen buen paladar. Sería injusto no reconocerlo. Baste recordar por ejemplo que Hato el obispo de Maguncia, murió devorado por una familia de ratones cuyo gusto era exquisito. Y el asno de Filemón, como todo el mundo sabe, se sentaba con el poeta a la mesa para comer higos.


En este cuento no sale Heliogábalo.



* Al contrario que los Panches hubo otros pueblos que se comían a sus propios muertos en lugar de a los enemigos. Se sabe de una raza del antiguo Egipto que practicaba esta bárbara costumbre con asiduidad y sin vergüenza. En cierta ocasión Alejandro sorprendió a un grupo de sabios de este pueblo que acaban de darse un opíparo banquete con uno de sus colegas y se lo recriminó severamente, pero los sabios argumentaron en su defensa, y no sin cierta razón: “¡No íbamos a dejar que un hombre bueno se pudriera!

1 comentario:

Carcamal dijo...

En una ocasión, en los años de Santiago, estuve tomando un par de cañas con un hippy vendedor de pulseras argentino (de donde si no) que afirmaba que en su tierra, en las grandes ocasiones, asaban, enterrada en la tierra, una vaca rellena de pollos que a su vez contenían...

Parece que las buenas costumbres no desaparecen.

Saludos.