4/7/12

El primer nombre: Giroux






















         (Fragmento de “Los mil nombres de Daguerre” una novela sobre la fotografía.)

          En 1839, el papelero Giroux pone a la venta un sueño imposible en su tienda de París. La primera cámara, el Daguerréotype, pesaba cincuenta kilos y costaba 400 francos de oro. Los experimentos de Nicéphore Niépce a principios de siglo en Saint-Loup de Varennes, primero con la litografía y después con la cámara oscura, lo habían llevado ya en 1816 a obtener la primera fotografía conocida: un paisaje desde la ventana de su finca del Gras. Le llevó más de ocho horas de exposición conseguirla.
          Hoy esa imagen borrosa, oscura e indefinida, resulta fascinante, seductora y extraordinariamente moderna. Y también triste. Niépce, el científico amigo del dios Helios, el amante de la luz se asoció en 1829 con un inteligente negociante, un avispado dandy parisino: el protagonista de nuestra historia. Un especialista en trucos de luz. El padre del diorama, Louis-Jacques Mandé Daguerre.
          Cuatro años más tarde el primero, con graves problemas económicos moría en su estudio de un ataque de apoplejía. Tenía sesenta y ocho años. Cinco años después una intervención de Joseph-Louis Gay-Lussac en la cámara de los pares, confirmaría a Daguerre como único autor y dueño del invento: el daguerrotipo. En el discurso, el científico ni siquiera mencionaba a Niépce. Así es la ciencia. Así es la historia.
          Como un personaje de Buñuel, como una sombra más de una de sus propias heliografías, la imagen de Niépce se fundió en negro con las otras sombras de su historia y desapareció para siempre. De esta forma empezó la fotografía: invirtiendo la realidad tal como hacen las imágenes que se dibujan en la cámara oscura. 
          Después, cuando la Academia de Ciencias Francesa hizo público el invento de Daguerre, se descubrió que el hábil comerciante, más rápido que la luz, ya lo había patentado en Inglaterra cinco días antes. Louis-Jacques no perdía el tiempo...

Vuelta al pasado, Disdéri

  (Fragmento de “Los mil nombres de Daguerre” una novela sobre la fotografía.)

          En 1851 Frederick Scott Archer había popularizado ya el colodión húmedo, un sistema más rápido que el daguerrotipo. El colodión permitía hacer numerosas copias a partir del cliché original, al igual que el calotipo. Mucho más barato, el colodión pronto desplazó a los procedimientos anteriores. Daguerre no podía desaprovechar esta oportunidad y en 1854, bajo la identidad falsa de André-Adolphe Disdéri, instala un estudio en la rue Laffite. El propio Nadar cuenta en sus memorias el éxito fulgurante de Disdéri, a cuyo estudio incluso llegó a acudir Napoleón III para hacerse una “carte de visite”, antes de partir para la campaña de Italia. Mientras tanto en la calle el ejército entero en pie, armado, vestido de gala y listo para la guerra esperó pacientemente a que el emperador tuviera su retrato. Daguerrre-Disdéri había vencido: Francia misma estaba a sus pies.
          Disdéri utilizaba una máquina de cuatro objetivos inventada por él mismo, con la que hacía una serie de 8 fotografías. Después las recortaba y las montaba sobre cartón: una “carte”. Todo el mundo quiso tener una. La cartomanía se convirtió en una locura colectiva que arrasó Europa. Cada carta costaba cinco francos, lo que revela el agudo sentido comercial y la habilidad de este hombre, ya que por entonces un retrato de Nadar costaba alrededor de cien. 
          Pero hubo más. Daguerre-Disdéri fue también Hiroshige. Fue los grabados ukiyo-e de Hokusai, y fue también Degas. Un dibujo de éste último de 1861 tiene escrita a mano la anotación “Disderi photog”. Un retrato hecho por Degas de la princesa de Metternich que se conseva en la National Gallery también está compuesto a partir de una fotografía de Disdéri. 
          Hacia 1890 Degas, definitivamente poseído por el espíritu de Daguerre, empezó a hacer fotografías él mismo para usarlas más o menos abiertamente en sus pinturas. Las sorprendentes perspectivas y composiciones de muchos de sus cuadros, con figuras muy ampliadas en primer plano y distorsiones de perspectiva claramente fotográficas, no dejan lugar a dudas. El ojo de Degas fue el ojo de Daguerre. Además hay otras claves. En el cuadro “El vizconde Ludovic Lepic y sus hijas en la Plaza de la Concordia”, aparte del transeúnte que aparece cortado en el margen izquierdo, Daguerre-Degas pintó también al fondo a Disdéri junto a Robert Frank, a Jacques Henri Lartigue, a Cartier Bresson... Todos están allí en la pintura, mirándonos desde una esquina del encuadre con los ojos asombrados de su tiempo.
          Disdéri se hizo rico. Su fama y su negocio traspasaron fronteras y llegó a tener estudios abiertos simultáneamente en Londres y en Madrid, además de varios en París. Ante su cámara desfiló toda la nobleza europea, y él mismo llegó a creerse un genio. En su libro “L’art de la Photographie” comparaba sus técnicas con las de Ingres, Watteau o el Veronés. 
         Se arruinó tan rápidamente como se había enriquecido y murió en Niza, en la indigencia. Como un reflejo más de una de sus copias al colodión pasó los últimos años de su vida en la miseria, recorriendo las playas del sur de Francia como fotógrafo ambulante con una cámara de madera al hombro. Daguerre era implacable incluso con sus propios hijos. Los adinerados grupos de turistas que le gritaban “¡eh fotógrafo!, háznos un retrato”, no podían sospechar que aquel hombre viejo y pobre que plantaba el trípode ante ellos y decía “gracias señor” por unas monedas había sido una vez, antes del Segundo Imperio, uno de los primeros de Francia. 
          Y que hasta Napoleón había estado de rodillas ante él.